Luis Rubio
El punto de partida de Paul Tough en su libro ¿Por qué unos niños triunfan mientras otros fracasan? es que todo mundo supone que el éxito en la vida depende de que en la niñez se avancen las cosas que se asocian con la inteligencia: mejores calificaciones, éxito en los exámenes estandarizados y constancia en las evaluaciones tradicionales. Sin embargo, dice Tough, lo que verdaderamente hace diferencia, las cualidades que efectivamente conducen al éxito en la vida son habilidades como: perseverancia, curiosidad, optimismo y auto control. Es decir, dice el autor, la diferencia reside en el carácter de la persona y esa es la clave del proceso educativo, tanto en la casa como en la escuela, para construir una vida exitosa y productiva en los adultos del futuro.
Amanda Ripley toma una perspectiva distinta en Los niños más listos del mundo. Desde su punto de vista, todo el enfoque educativo estadounidense está equivocado. Se gastan enormes presupuestos en nuevos programas, proyectos y mecanismos de evaluación y, sin embargo, los resultados no sólo no mejoran sino que empeoran. Ejemplifica con Polonia: a pesar de ser un país con una población relativamente pobre, sus índices educativos tienden a ascender. En lugar de polemizar sobre los detalles que tienden a inundar los debates sobre las pruebas estandarizadas (si la muestra está bien hecha, si se sobre-representa a cierto tipo de alumnos, si el sindicato trata de sesgar los resultados: o sea, los debates universales en este tema), Ripley se dedica a investigar qué es lo que diferencia a unos sistemas educativos de otros. Observa a tres alumnos estadounidenses que acabaron en Finlandia, Corea y Polonia, respectivamente.
Los tres estadounidenses partían de circunstancias educativas similares y se encontraban en las naciones que mejores evaluaciones logran en la prueba de PISA. La primera observación de los estudiantes fue la seriedad con que sus compañeros locales se tomaban los estudios y, particularmente, la sofisticación con que se enseñaba y la forma en que distintos programas (como trigonometría, cálculo y geometría) se vinculaban en la vida real, adquiriendo un sentido que ellos nunca habían conocido. Lo que más les impresionó fue que los maestros eran autoridades en su campo y se les trataba con el respeto de un profesional de excepción.
Dos de las conclusiones de Ripley me parecieron particularmente relevantes a nuestras circunstancias. La primera es que los profesores en esos países enfrentan procesos ultra competitivos para ser admitidos al magisterio. En Finlandia todos los maestros tienen que tener una maestría, haber realizado una tesis producto de investigación y, además de aprobar exámenes muy severos, pasar un año como asistentes de un profesor veterano para observar, aprender y ser evaluados en la práctica.
En un pasaje de su libro, Ripley relata una entrevista con una profesora finlandesa que revela una impresionante claridad de objetivos: se espera que los estudiantes sean exitosos y no se hacen concesiones para nadie. “No quiero pensar en el origen socioeconómico del alumno; lo que cuenta es su cerebro… no quiero tener demasiada empatía por ellos porque yo tengo que enseñar. Si pensara mucho sobre estos asuntos, les acabaría dando mejores calificaciones por un trabajo peor. Pensaría ‘pobre niño, qué puedo hacer’. Eso haría mi trabajo demasiado fácil”. La devoción por el mérito es transparente (y extrema, dice Ripley, en Corea).
La segunda conclusión es que el uso de la tecnología está sobredimensionado. Ripley dice que lo que realmente importa es la calidad del proceso pedagógico porque eso es lo que va formando el carácter de los estudiantes. Los programas educativos exitosos son aquellos que tienen una espina dorsal común pero dejan en manos del maestro la conducción del proceso porque es el contacto entre maestro y alumno lo que contribuye a la formación del carácter. No son las calculadoras o las computadoras las que triunfan sino el enfoque académico y la interacción estudiante-maestro.
En estas páginas, con su usual clarividencia, Eduardo Andere (Educación Futura, 31 de agosto) resumió hace unos días su diagnóstico sobre nuestro problema educativo. Recojo tres puntos clave: primero, no se entiende en el gobierno la naturaleza de la lógica que anima a sus contrapartes en el SNTE o la CNTE; entenderla abriría espacios de negociación. Segundo, nunca se descentralizó bien pero ahora se quiere centralizar. La estrategia correcta residiría en una descentralización bien hecha. Tercero, y más importante, no hay reforma sin los maestros, razón por la cual el énfasis debería ponerse en la resolución del conflicto político para que todo mundo se ponga a trabajar en lo que realmente es crucial.
El país parece al borde de la revolución por un desencuentro educativo. Este persistirá mientras los actores clave se mantengan en su macho. Pero sólo el gobierno puede romper esta dinámica perversa.