Somos dados a resolver con soluciones simplistas problemas muy complejos. Por ejemplo, en el tema educativo tenemos poco más de una década hincados ante el altar de la evaluación, convencidos de que una mágica transformación va a ocurrir si ahí colocamos todas nuestras ofrendas y deseos.
Tan importante se nos ha vuelto la evaluación educativa que más de la mitad de la reforma propuesta por el Pacto por México en esta materia tiene que ver con el instituto del Estado dedicado a tal responsabilidad.
Suponemos, sin hacer demasiado caso al sentido común, que si logramos evaluar con precisión, la carreta donde viajan los cocimientos que se imparten en la escuela comenzará a caminar hacia la dirección correcta.
Y sin embargo evaluar no significa en automático educar mejor, ni contar con mejores escuelas, ni profesionalizar a los docentes, ni asignar más eficientemente los presupuestos, ni equipar convenientemente las aulas. Evaluar es un acto previo a todo lo anterior pero no resuelve ni obvia los demás estancos de la política educativa.
Si bien aquello que no se mide resulta difícil cambiarlo, la medición de las cosas por sí sola no transforma la realidad. De ahí que la otra parte de la reforma educativa —que este año se celebró a la Constitución— sea tan importante como la evaluación. Me refiero aquí a la creación de un servicio profesional de carrera para las y los profesores.
La intención es ir un paso más allá de lo que ya sabemos. Gracias a la evaluación tenemos detectado que alrededor de 7 de cada diez menores adquieren conocimientos insuficientes en ciencias, matemáticas, lectura o escritura. Se intuye también que afecta para este resultado el desempeño de los profesores; por tanto, la reforma quiso alinear la carrera profesional de las y los docentes con la tarea que ellos realizan dentro de las aulas.
Un vínculo que ciertamente es obvio pero que en nuestro país no se ha podido construir porque todavía importan más los incentivos colocados fuera que dentro de la escuela. En el actual sistema educativo mexicano no se gana más prestigio ni más ingreso siendo un mejor profesor, sino trabajando en labores extraescolares de tipo político sindical.
Toca ahora aterrizar el mandato de la Constitución en las leyes secundarias, y ello quiere decir que habrá de construirse una carrera profesional para las y los docentes donde cada tramo (la formación inicial, el ingreso, la promoción, los movimientos laterales, la capacitación, los estímulos, el retiro y la salida) estén normados por criterios sólo relacionados con el esfuerzo de los docentes dentro del salón de clases.
Era de esperarse que el Ejecutivo presentara una iniciativa de servicio profesional docente a la altura de tales argumentos constitucionales. Y sin embargo, la propuesta presidencial de ley secundaria enviada al Congreso de la Unión deja mucho que desear. En concreto, no es un texto preocupado por la profesionalización de los profesores —menos aun por crear un sistema que gestione la carrera docente— y es que sus autores no pudieron apartarse del altar simplista e insuficiente de la evaluación.
Vale la pena contar el número de veces que aparece la palabra “carrera” dentro de la iniciativa (ninguna); o los términos “profesional” o “profesionalizar” (no más de seis). En cambio, los vocablos “evaluar” o “evaluación” parecen alpiste regado página tras página del documento.
Quienes redactaron este texto ignoran que evaluar a los docentes no es sinónimo de profesionalizarlos. Se trata de dos partes distintas de una misma ecuación que, para resolverse bien, necesitan tratarse por separado.
Cabe suponer que este error de concepción se debió a que los autores de la iniciativa son ignorantes en lo que toca a los servicios profesionales de carrera. Puede también inferirse que no tuvieron tiempo para estudiar sistemas como los que hoy rigen al servicio exterior, el Banco de México, el IFE o, en el extremo, en el Ejército y la Marina.
Ahora que, quizá, la intención sea más consciente y perversa: quien elaboró esta iniciativa cree que la autoridad debe poder contratar y correr con facilidad a los maestros y quiere que la evaluación docente sea un instrumento legítimo y a modo para cumplir con este propósito. Pero eso no es pensar en términos de carrera, ni profesionalizar al magisterio, sino una franca barbaridad.