Como muchas otras —digamos soberanía, nacionalismo, patriotismo, mercado interno, fronteras territoriales o Estado—, la noción de eso que llamamos educación pública es hoy distinta a la de hace casi un siglo ,cuando se creó en México la secretaría correspondiente.
El trabajo del Estado en esta materia ha sido ciertamente notable. Ha crecido el gasto por alumno. México ocupa ahora 1.8 millones de maestros, más del doble que en 1980, y atiende a 35 millones de alumnos en la actualidad. La escolaridad y la eficiencia terminal han aumentado, y en consecuencia, la deserción y la reprobación descendieron.
En suma, estos datos parecerían mostrar que el esfuerzo educativo mexicano de las décadas recientes ha dado resultados importantes, sobre todo en el aspecto cuantitativo.
Pero tanto la provisión del servicio educativo, la gestión del sistema y el modelo mismo de impartición de enseñanza y generación de conocimiento han cambiado porque, sencillamente, el mundo cambió. Por ende, las nociones convencionales del papel del Estado en este aspecto están siendo puestas a prueba. Pensemos, por ejemplo, en el caso de la educación superior.
Por un lado, es obvio que la idea de que el Estado ofrezca este servicio no supone que tenga que hacerlo de manera directísima, entre otras razones porque lo puede prestar a través de modalidades en donde participen mucho más activamente las instituciones privadas. De hecho, entre 1970 y 2012, la matrícula de este tipo de universidades ha crecido 29 veces y la de las públicas sólo 10.
Por otro, la emergencia de opciones donde se usan cada vez más recursos educativos abiertos y flexibles, anticipa una transformación en el paradigma convencional de la educación superior, porque las habilidades y competencias que deben adquirirse hoy son para resolver problemas que aún no existen, aprender a trabajar con tecnologías que aún no se inventan o satisfacer necesidades de personas, comunidades e instituciones poco reconocibles aún.
En consecuencia, el estado debe valorar si lo más conveniente es continuar con el modelo tradicional, que puede ser disfuncional, mucho más caro de construir y costoso de operar, o en su lugar explora modalidades que articulen gestión privada con financiamiento público, como ya sucede en otros países y en otros niveles, con las “escuelas concertadas”, las “charter schools” o las “escuelas concesionadas”, o bien empezar a discutir el sistema devouchers, que sería otra forma de transferencia presupuestal pública de manera indirecta —es decir, asignada a la demanda, al estudiante— y no a la oferta —es decir, al centro escolar.
No planteo, Dios me libre de semejante herejía, que el Estado se evapore de esta función, sino simplemente sugerir la evaluación de alternativas más racionales, de mejor calidad, mejor orientadas al mundo laboral y la empleabilidad, por vías innovadoras.
Nada más que eso, nada menos que eso.
Publicado en La razón